Este tema, que parece de menor importancia, se convirtió en mi caso en mi gran talón de Aquiles, porque un accidente de esta magnitud tiene muchas aristas y ésta es una de ellas, entre otras.
Después de no morirse, tener un nivel de autonomía razonable, pasar por un calvario físico y emocional que se llama rehabilitación, toca volver a la sociedad, aquella a la que un día abandonamos de forma súbita y muy traumática para integrarnos en el día a día, porqué tenemos que vivir por nosotros y por todos los que nos rodean.
Aquí empieza en serio la verdadera rehabilitación, ¡y yo que pensé que la habíamos terminado! Y es que la teoría está terminada, pero falta validarla ante la sociedad, de la que formamos parte, y esto ya son palabras mayores. ¿Por qué? Porque uno ha tenido que ir encajando que ya no es la misma persona, porque las secuelas a nivel motor cognitivo han establecido una serie de restricciones en nuestra vida cotidiana que a priori no estaban en nuestra cabeza y ahora llaman a la puerta. Algo tan simple como interactuar con el vecino, se puede convertir en algo limitante, frustrante y que te lleva a plantearte si son necesarias tales relaciones.
La primera vez que tuve que enfrentarme a esto fue una experiencia horrible, además de frustrante y cabreante; situaciones que antes las ejercitaba de forma natural, pasaron a ser evitables siempre que podía. ¿Un ejemplo? Me encontré coyunturalmente con uno de mis vecinos, un parlanchín reconocido por todo el mundo, y no me quedó más remedio que asentir a todo lo que me decía durante aquellos interminables tres cuartos de hora de conversación donde no tuve opción a meter baza por las dudas y temores que me asaltaban por cómo me vería. Además de aquella incontinencia verbal, no veía el momento de dar por terminada la conversación porque se había apoderado de mí la sensación de que era demasiado expeditivo a la hora de encarar la despedida y podía dar la sensación de qué me estaba aburriendo. ¿Veis por dónde voy? Sentir la falta de habilidades sociales que antes estaban, pero que ahora desaparecían por la inseguridad que las secuelas habían dejado en mí: ¿me miran por la calle? ¿me entenderá cuándo hablo? ¿por qué me mira así?
Cambiar el traje y la corbata por el chándal no siempre resulta fácil. Para mí, bancario, el traje y la corbata formaban parte de mi diario, como para otros ponerse el mono era su atuendo diario. Hacer el paseíllo de casa al gimnasio (900 metros aproximadamente) de esta guisa, acostumbrado a la formalidad que aporta traje y corbata, se convirtió en un nuevo problema que uno tiene que encarar sin saber muy bien cómo hacerlo. Lo que sí recuerdo es que en este trayecto me encontraba con clientes del banco que me miraban con absoluta indiscreción y eso producía en mí tensión, con lo que mi rigidez muscular subía, acrecentando mí ya evidente cojera. El cambio es tan radical que uno no se acaba de acostumbrar a día de hoy.
¿Y cuando te toca hablar por teléfono para pedir una cita, por ejemplo? O simplemente llamas para resolver una incidencia; en mi caso concreto el problema tenía dos variantes: de un lado, no sabía que tenía que decir, de otro, no era capaz de mantener el orden de mi hilo argumental. Comenté el tema con la neuropsicóloga del Centro LESCER donde recibí inicialmente mis sesiones de rehabilitación y me recomendaba siempre que, para empezar a solucionar este problema, tenía que exponerme de manera habitual hasta que fuese ganando ese patrón de seguridad que me permitiera una conversación, más menos natural y fluida. Esto, después de 7 años, casi que lo tengo encajado. Antes, por mi profesión, el hablar por teléfono era lo común, lo cotidiano, me gustaba, era una especie de batalla dialéctica con clientes o jefes.
Siguiendo la recomendación de la neuropsicóloga me hacía una chuleta donde apuntara todo aquello de lo que tenía que hablar para minimizar el problema. Gracias a Dios y al paso del tiempo, entrenando a mi cerebro a día de hoy puedo hablar de forma espontánea sin plantearme ya estas estrategias de comunicación. ¿Cómo lo reeduqué? Exponiéndome a diario a estas situaciones, donde unas veces salía mejor parado y otras no tanto, pero donde la suma de experiencias me volvió a dotar de la seguridad en mí mismo con la que contaba antes de mi AVC.
Hay mil ejemplos más de la reinserción en ese papel protagonista que uno tenía en la sociedad y que tiene que volver a asumir después del ACV sin ser el mismo. Es algo que pesa y que al principio te hace creer que lo mejor es quedarte en casa porque no podrás enfrentarte al día a día, pero al final lo consigues, y lo haces como todo en la vida: paso a paso, con un pie primero y después el otro, y valorando cada logro conseguido.